martes, 29 de noviembre de 2011

ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA.




           
Muy diversas disciplinas y formas de saber confluyen hoy en la denominación de “antropología”. El término, significa “conocimiento del hombre”. De hecho, lo primero que evoca hoy el nombre de “antropología” es un conjunto de conocimientos empíricos o positivos —casi “ciencias naturales”— que se preocupan de la especie humana, de su origen, de la prehistoria, de las razas y costumbres primitivas, etc. En un sentido más amplio, “antropología” puede designar todos aquellos conocimientos de orden histórico, psicológico, sociológico, lingüístico, etc., que aborden desde distintas perspectivas el “fenómeno humano”; son las llamadas “ciencias humanas”.

Pero el término, admite todavía un significado distinto y más radical: aquella reflexión última sobre el ser del hombre y su constitución ontológica, que forma parte de la Filosofía —el saber de las causas últimas—y posee, como tal, una dimensión metafísica. Esta “antropología filosófica” se propone la cuestión de “qué es el hombre” en su sentido más profundo, que ha sido común a los filósofos de todos los tiempos, desde Platón y Aristóteles hasta Scheler, no importa bajo qué denominación se haya planteado la pregunta. Es éste el sentido que damos aquí al término “ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA”: aquella parte de la filosofía que se ocupa del hombre, con los métodos propios del saber filosófico (lo que griegos y medievales llamaron “psicología”, en el sentido de una verdadera “metafísica del hombre”).

            Es el saber que tiene por objeto al hombre y que hoy por el grado actual de desarrollo de las diversas disciplinas, se constituye como una síntesis en el plano filosófico de conocimiento aportado por las ciencias biológicas, humanas y sociales. Lo que significa una comprensión metafísica de cuanto las ciencias positivas han aportado al conocimiento del ser humano.

            El hombre tiene la necesidad de interpretar si propia vida humana para adoptar una postura respecto de si mismo.

            Necesita saber lo que es ser humano para serlo, por este motivo es necesaria una imagen unitaria e integral del hombre. De esto se ocupará la Antropología filosófica.

            Importa señalar que esta tarea no ha sido en modo alguno desplazada por las actuales ciencias positivas, naturales o humanas, de contenido antropológico. Al contrario: tales ciencias han prodigado múltiples conocimientos o hipótesis sobre aspectos particulares del “fenómeno humano”; si de ellas quisiéramos extraer un “concepto científico” del hombre, obtendríamos sólo un mosaico disperso de observaciones que carecen de unidad y a veces aún de convergencia; y esto, en razón de la forzosa limitación que proviene de su metodología, en cuanto reducen el ser del hombre a sus manifestaciones empíricas más externas, y a menudo ocultan más que iluminan su naturaleza profunda. Resulta así que la paleontología, la bioquímica, la fisiología, la psicología, la economía, la sociología actual, aún si las suponemos integradas en una hipotética unidad, no nos ofrecen nada semejante a una “idea del hombre” capaz de alumbrar su puesto en el universo y el sentido de su existencia. Ni cabe esperar que el avance de las ciencias empíricas nos ofrezca, en el futuro, otra cosa que “datos” interesantes para ser integrados en una perspectiva más amplia y más esencial.

El mosaico de la “antropología científica” carece de un centro intelectual, que sólo podría serle restituido desde más allá de las ciencias experimentales. Ésta es, en parte, la tarea de la “antropología filosófica”; ella podría establecer un fundamento último y unas metas unitarias a esa abigarrada serie de disciplinas especiales que hoy se ocupan del hombre: la física, la biología, la etnología, las ciencias psicológicas y sociales, las ciencias de la cultura, etc. Si bien todas estas ciencias tienen en común con la “metafísica del hombre” su objeto “material” o temático—el hombre mismo—, difieren de ella por su “objeto formal”. La Antropología filosófica (a la que desde ahora llamaremos simplemente Antropología) no es una mera elaboración superior de los resultados de las ciencias experimentales en relación a lo humano; como parte de la filosofía, ella tiene su propia perspectiva formal: mira al ser del hombre, al hombre en cuanto ente, a la realidad humana. Las ciencias positivas, en cambio, están esencialmente ligadas al “fenómeno humano” y a las regularidades perceptibles en sus diversas manifestaciones particulares. Tales manifestaciones no dejan indiferente al filósofo, quien, con todo, sólo se interesa por ellas en cuanto contienen o señalan potencialmente la naturaleza profunda, la índole entitativa, el tipo de ser, la “esencia” o las propiedades esenciales del ente humano.

Tomemos los ejemplos más sencillos a la vez que complejos: el hablar, el enamorarse, el tener que morir y el rezar. Las ciencias positivas no carecen de una explicación para tales actos, y así nos hablarán, por una parte, de las estructuras corporales y vitales que los sustentan (órganos, funciones, instintos, necesidades) y del íntegro organismo humano como sujeto de las propiedades y relaciones correspondientes; por otra parte, y en un sentido menos “natural” y más “cultural”, podrán codificar los comportamientos y estructuras típicas del lenguaje, del amor, de la muerte, de la religión, según variadísimos métodos de análisis y registros antropológicos; y sin duda tales ordenamientos y codificaciones y leyes funcionales nos instruirán, en buena medida, sobre la índole del sujeto capaz de tales acciones y pasiones. Pero ninguna de esas perspectivas supera el nivel del “cómo” o la descripción del fenómeno y su génesis y regularidades típicas. Frente al “qué”, al “por qué” y al “para qué” últimos de aquellos procesos.

Con razón puede estimarse poco “científico” este modo de filosofar, que caracteriza, por ejemplo, al existencialismo actual. La Antropología filosófica no puede ser una mera racionalización de ciertos estados de ánimo o de determinadas opciones éticas. Su base de experiencia, aún trascendiendo el dato empírico inmediato, debe cumplir exigencias rigurosas de objetividad y universalidad: no se trata de la condición particular de un individuo, grupo, cultura o época determinada, sino de la naturaleza humana en su constitución universal. Pero esta exigencia de universalidad no se cautela por la simple absorción de la Antropología en el “dato científico” puro: este dato no existe como tal, puesto que siempre es la cifra velada e implícita de una metafísica del hombre. La Antropología se propone esta explicitación, según los métodos propios del saber filosófico, que se orientan justamente hacia el grado más alto de la objetividad y de la universalidad gnoseológica. En otros términos, la Antropología es un intento epistemológicamente “serio”: trasciende a la vez el particularismo de las ciencias empíricas de las divagaciones sobre la “condición humana”, en el sentido más alto de la pregunta fundamental: ¿qué es el hombre? 

SAN ANSELMO




Fue predicador y reformador de la vida monástica. Es cierto que los normandos oprimieron a Inglaterra; pero con ellos llegaron al país algunos de sus hombres de Iglesia y de Estado más eminentes. Entre ellos, están dos arzobispos de Canterbury: Lanfranco y su sucesor inmediato, San Anselmo. Este nació de noble familia en Aosta del Piamonte hacia el año 1033. De jovencito fue encomendado a un profesor muy riguroso, regañón y humillante y el niño empezó a perder la alegría y a volverse demasiado tímido y retraído.  Entonces lo llevaron a los Padres Benedictinos y estos por medio de la bondad y de la alegría lo transformaron en un estudiante alegre y entusiasta.  Todos los ratos libres los dedicaba a estudiar y a escribir. Mas tarde Anselmo diría:  "Mis progresos espirituales, después de Dios y de mi madre, los debo a haber tenido unos excelentes profesores en mi niñez, los Padres Benedictinos".  

A los 15 años intentó ingresar en un monasterio, pero el abad, sabiendo que el padre de Anselmo, Gandulfo, se oponía a ello, no quiso admitirle.  Mientras el papá lo animaba a ser un triunfador en el mundo, la madre le mostraba el  cielo azul y le decía: allá arriba empieza el verdadero reino de Dios. El papá lo llevaba a fiestas y a torneos.  Pero, aunque Anselmo participaba con mucho entusiasmo, después de cada fiesta mundana sentía su alma llena de tristeza y desilusión. Y exclamó: "El navío de mi corazón pierde el timón en cada fiesta y se deja llevar por las olas de la perdición". Entonces, Anselmo se fue inclinando más a ganarse el cielo que las glorias humanas.

San Anselmo de Canterbury fue uno de los filósofos más relevantes de la tradición agustiniana, por lo que debemos situarlo en la esfera de influencia filosófica del platonismo. No obstante, sus preocupaciones fundamentales eran de tipo religioso y espiritual. En este sentido concibe la filosofía como una ayuda para comprender la fe: hay una sola verdad, la revelada por Dios, que es objeto de fe; pero la razón puede añadir comprensión a la fe y, así, reforzarla. La expresión "credo, ut intelligam" resume su actitud: la razón sola no tiene autonomía ni capacidad para alcanzar la verdad por sí misma, pero resulta útil para esclarecer la creencia. La razón queda situada en una relación de estricta dependencia con respecto a la fe.

En su obra "Monologion" San Anselmo había presentado ya algunos argumentos sobre la demostración de la existencia de Dios, acompañando a otras reflexiones de carácter marcadamente teológico. La demostración que nos ofrece en el “Proslogion” fue motivada, según sus propias palabras, por la petición de sus compañeros benedictinos de reunir en un solo argumento la fuerza probatoria que los argumentos presentados en el “Monologion” ofrecían en conjunto. Con esta prueba, conocida como “argumento ontológico”, San Anselmo pretende no sólo satisfacer dicha petición sino también dotar al creyente de una razón sólida que el confirme indudablemente en su fe. El argumento en cuestión lo formula San Anselmo como sigue, en el capítulo II del Proslogion:

Así, pues, ¡oh Señor!, Tú que das inteligencia a la fe, concédeme, cuanto conozcas que me sea conveniente, entender que existes, como lo creemos, y que eres lo que creemos. Ciertamente, creemos que Tú eres algo mayor que lo cual nada puede ser pensado.
Se trata de saber si existe una naturaleza que sea tal, porque el insensato ha dicho en su corazón: no hay Dios.
Pero cuando me oye decir que hay algo por encima de lo cual no se puede pensar nada mayor, este mismo insensato entiende lo que digo; lo que entiende está en su entendimiento, incluso aunque no crea que aquello existe.
Porque una cosa es que la cosa exista en el entendimiento, y otra que entienda que la cosa existe. Porque cuando el pintor piensa de antemano el cuadro que va a hacer, lo tiene ciertamente en su entendimiento, pero no entiende todavía que exista lo que todavía no ha realizado. Cuando, por el contrario, lo tiene pintado, no solamente lo tiene en el entendimiento sino que entiende también que existe lo que ha hecho. El insensato tiene que conceder que tiene en el entendimiento algo por encima de lo cual no se puede pensar nada mayor, porque cuando oye esto, lo entiende, y todo lo que se entiende existe en el entendimiento.
Y ciertamente aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado, no puede existir sólo en el entendimiento. Pues si existe, aunque sólo sea también en el entendimiento, puede pensarse que exista también en la realidad, lo cual es mayor. Por consiguiente, si aquello mayor que lo cual nada puede pensarse existiese sólo en el entendimiento, se podría pensar algo mayor que aquello que es tal que no puede pensarse nada mayor.
Conclusión Luego existe sin duda, en el entendimiento y en la realidad, algo mayor que lo cual nada puede ser pensado.”

El argumento ontológico fue llamado así por primera vez por Kant (s. XVIII), y ha sido uno de los argumentos más polémicos de la historia de la filosofía. Filósofos de la talla de Descartes y Hegel lo consideran válido y lo introducen en sus respectivos sistemas. Otros, como Sto. Tomás, Hume y Kant, rechazarán la validez del argumento, negando su fuerza probatoria. San Anselmo introduce el argumento en el contexto de una plegaria a Dios y su estructura lógica puede resumirse como sigue:

a) Concebimos a Dios como aquello mayor que lo cual nada puede pensarse, y esa idea de Dios es comprendida por cualquiera.

b) Pero aquello mayor que lo cual nada puede pensarse debe existir no sólo mentalmente, en la idea, sino también extramentalmente, en la realidad, pues siendo la existencia real una perfección, será más perfecto (“mayor que..”.) el ser existente en la realidad que otro que posea los mismos atributos pero que sólo exista mentalmente; de otro modo caeríamos en una flagrante contradicción, lo que no puede ser aceptado por la razón.

c) En consecuencia, Dios existe no sólo en la mente (como idea) sino también extramentalmente, en la realidad.

El argumento se desarrolla, pues, a partir de una definición de Dios que, a juicio de San Anselmo, puede ser comprendida y aceptada por cualquiera. En un segundo momento se centra en el análisis de esa misma idea y en sus implicaciones, recalcando el absurdo que resultaría de concebir mentalmente un ser perfecto y negarle la mayor perfección: la existencia. Concluye afirmado la existencia necesaria de Dios como una exigencia de la razón para evitar tal absurdo. Todo el desarrollo del argumento transcurre en el ámbito del pensamiento, progresando de la simple idea a la necesidad de admitir la existencia de Dios, sin apelar a otra instancia que a la razón y a uno de sus principios fundamentales: el de no admitir la contradicción.

Gaunilon, monje contemporáneo de San Anselmo, critica en el “Liber pro insipiente” la validez del argumento alegando que el paso de lo ideal (lo pensado) a lo real (lo existente) no está justificado, dado que dichos elementos no son homogéneos. Para explicar la ilegitimidad del mismo se sirve de una metáfora: supongamos que alguien tiene la idea de unas Islas Afortunadas perfectas y paradisíacas, y concluye que, a partir de tal idea, deben existir necesariamente debido a su perfección, pues la existencia es una perfección. Nadie daría crédito a la persona que argumentara de tal modo y pretendiera demostrar así la existencia de dichas islas, resultando clara la ilegitimidad del argumento, tal como ocurre con la prueba anselmiana de la existencia de Dios.

San Anselmo replica a Gaunilon destacando lo impropio de la comparación. En primer lugar, no se puede equiparar la existencia de Dios, inmaterial, con la existencia de las Islas Afortunadas, materiales. En segundo lugar, Dios es un ser necesario, mientras que las Islas son contingentes, por lo que no hay en su idea (concepto) nada que nos conduzca a pensarlas como necesarias y, por lo tanto, como existentes. Pero si esto es así, entonces san Anselmo introduce ya en la idea de Dios exigencias metafísicas, como la existencia de seres contingentes y un ser necesario, o la organización de lo real en distintos grados de ser, alejándose del punto de partida del argumento, que debería ser la idea de Dios que cualquiera pueda concebir en su mente, suponiendo ya así la idea de la que se parte lo que se debería demostrar.

Parece entonces que la idea de Dios que pide al principio de su prueba San Anselmo no es la que puede tener cualquiera en su mente, sino que supone compartir varios presupuestos doctrinales o filosóficos, entre los que se han destacado los siguientes:

a) Partir de la idea de Dios suministrada por la Revelación.
b) Identificar el orden lógico con el real.
c) Concebir la existencia divina como un simple atributo de su esencia.

Por esta razón Sto. Tomás rechazará la validez del argumento, eligiendo un dirección totalmente opuesta a la de San Anselmo en sus cinco pruebas en las que tomará la experiencia, la realidad sensible, como el punto de partida de su argumentación, siguiendo su formación aristotélica, que no acepta otro punto de partida del conocimiento sino la experiencia.

Respecto al tema de la creación del mundo, otra de las cuestiones teológicas de las que se ocupó la filosofía medieval, San Anselmo la trata en los capítulos 7 y 8 del "Monologion", siguiendo las pautas trazadas por la tradición agustiniana. La idea de creación es extraña al pensamiento griego, y no hay posibilidad de encontrar entre ninguno de sus filósofos referencias útiles al tema, sino más bien numerosos argumentos sobre la imposibilidad de concebir racionalmente el paso del ser al no ser, o del no ser al ser.

No obstante, el intento de conciliar la filosofía con la teología cristiana, aunque la filosofía fuera considerada sólo como un instrumento o una “sierva” de la teología, lleva a los filósofos medievales a buscar alguna solución, que difícilmente puede mantenerse sin aceptar el recurso a lo extraordinario: la creación, para San Anselmo es, pues, obra de Dios, y tuvo lugar “ex nihilo”, a partir de la nada. Ello no debe interpretarse como si la nada fuese la causa de la creación, nos dice: la causa de la creación es Dios. Tampoco debe interpretarse la nada como si fuese “algo” indeterminado, o una materia preexistente sobre la que Dios actuara al modo del Demiurgo platónico. La creación es un acto libre de Dios mediante el cual el mundo es traído a la existencia de un modo radical, absoluto, originario.

Sus últimas palabras antes de morir fueron: “Allí donde están los verdaderos goces celestiales, allí deben estar siempre los deseos de nuestro corazón”

DESCARTES.



Obtuvo el título de bachiller y de licenciado en derecho por la facultad de Poitiers (1616), y a los veintidós años partió hacia los Países Bajos, donde sirvió como soldado en el ejército de Mauricio de Nassau. En 1619 se enroló en las filas del duque de Baviera; el 10 de noviembre, en el curso de tres sueños sucesivos, René Descartes experimentó la famosa “revelación” que lo condujo a la elaboración de su método.

Tras renunciar a la vida militar, Descartes viajó por Alemania y los Países Bajos y regresó a Francia en 1622, para vender sus posesiones y asegurarse así una vida independiente; pasó una temporada en Italia (1623-1625) y se afincó luego en París, donde se relacionó con la mayoría de científicos de la época. En 1628 decidió instalarse en los Países Bajos lugar que consideró más favorable para cumplir los objetivos filosóficos y científicos que se había fijado, y residió allí hasta 1649.

Los cinco primeros años los dedicó principalmente a elaborar su propio sistema del mundo y su concepción del hombre y del cuerpo humano, que estaba a punto de completar en 1633 cuando, al tener noticia de la condena de Galileo, renunció a la publicación de su obra, que tendría lugar póstumamente.

En 1637 apareció su famoso Discurso del método, presentado como prólogo a tres ensayos científicos. Descartes proponía una duda metódica, que sometiese a juicio todos los conocimientos de la época, aunque, a diferencia de los escépticos, la suya era una duda orientada a la búsqueda de principios últimos sobre los cuales cimentar sólidamente el saber.

Este principio lo halló en la existencia de la propia conciencia que duda, en su famosa formulación «pienso, luego existo». Sobre la base de esta primera evidencia, pudo desandar en parte el camino de su escepticismo, hallando en Dios el garante último de la verdad de las evidencias de la razón, que se manifiestan como ideas «claras y distintas».

El método cartesiano, que Descartes propuso para todas las ciencias y disciplinas, consiste en descomponer los problemas complejos en partes progresivamente más sencillas hasta hallar sus elementos básicos, las ideas simples, que se presentan a la razón de un modo evidente, y proceder a partir de ellas, por síntesis, a reconstruir todo el complejo, exigiendo a cada nueva relación establecida entre ideas simples la misma evidencia de éstas.

Los ensayos científicos que seguían, ofrecían un compendio de sus teorías físicas, entre las que destaca su formulación de la ley de inercia y una especificación de su método para las matemáticas. Los fundamentos de su física mecanicista, que hacía de la extensión la principal propiedad de los cuerpos materiales, los situó en la metafísica que expuso en 1641, donde enunció así mismo su demostración de la existencia y la perfección de Dios y de la inmortalidad del alma. El mecanicismo radical de las teorías físicas de Descartes, sin embargo, determinó que fuesen superadas más adelante.

Pronto su filosofía empezó a ser conocida y comenzó a hacerse famoso, lo cual le acarreó amenazas de persecución religiosa por parte de algunas autoridades académicas y eclesiásticas, tanto en los Países Bajos como en Francia. En 1649 aceptó la invitación de la reina Cristina de Suecia y se desplazó a Estocolmo, donde murió cinco meses después de su llegada a consecuencia de una neumonía.

Descartes es considerado como el iniciador de la filosofía racionalista moderna por su planteamiento y resolución del problema de hallar un fundamento del conocimiento que garantice la certeza de éste, y como el filósofo que supone el punto de ruptura definitivo con la escolástica.

SAN AGUSTIN.



Su primera lectura de las Escrituras le decepcionó y acentuó su desconfianza hacia una fe impuesta y no fundada en la razón. Su preocupación por el problema del mal, que lo acompañaría toda su vida, fue determinante en su adhesión al maniqueísmo. Dedicado a la difusión de esa doctrina, profesó la elocuencia en Cartago (374-383), Roma (383) y Milán (384).

La lectura de los neoplatónicos, probablemente de Plotino, debilitó las convicciones maniqueístas de San Agustín y modificó su concepción de la esencia divina y de la naturaleza del mal. A partir de la idea de que “Dios es luz, sustancia espiritual de la que todo depende y que no depende de nada”, comprendió que las cosas, estando necesariamente subordinadas a Dios, derivan todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede ser entendido como pérdida de un bien, como ausencia o no-ser, en ningún caso como sustancia.

La convicción de haber recibido una señal divina lo decidió a retirarse con su madre, su hijo y sus discípulos a la casa de su amigo Verecundo, en Lombardía, donde San Agustín escribió sus primeras obras. En 387 se hizo bautizar por san Ambrosio y se consagró definitivamente al servicio de Dios. En Roma vivió un éxtasis compartido con su madre, Mónica, que murió poco después.

En 388 regresó definitivamente a África. En el 391 fue ordenado sacerdote en Hipona por el anciano obispo Valerio, quien le encomendó la misión de predicar entre los fieles la palabra de Dios, tarea que San Agustín cumplió con fervor y le valió gran renombre; al propio tiempo, sostenía enconado combate contra las herejías y los cismas que amenazaban a la ortodoxia católica, reflejado en las controversias que mantuvo con maniqueos, pelagianos, donatistas y paganos.

Tras la muerte de Valerio, hacia finales del 395, San Agustín fue nombrado obispo de Hipona. Dedicó numerosos sermones a la instrucción de su pueblo, escribió sus célebres Cartas a amigos, adversarios, extranjeros, fieles y paganos, y ejerció a la vez de pastor, administrador, orador y juez.

La filosofía de San Agustín

El tema central del pensamiento de San Agustín es la relación del alma, perdida por el pecado y salvada por la gracia divina, con Dios, relación en la que el mundo exterior no cumple otra función que la de mediador entre ambas partes. De ahí su carácter esencialmente espiritualista, frente a la tendencia cosmológica de la filosofía griega. La obra del santo se plantea como un largo y ardiente diálogo entre la criatura y su Creador, esquema que desarrollan explícitamente sus Confesiones (400).

Si bien el encuentro del hombre con Dios se produce en la charitas (amor), Dios es concebido como verdad, en la línea del idealismo platónico. Sólo situándose en el seno de esa verdad, es decir, al realizar el movimiento de lo finito hacia lo infinito, puede el hombre acercarse a su propia esencia.

Pero su visión pesimista del hombre contribuyó a reforzar el papel que, a sus ojos, desempeña la gracia divina, por encima del que tiene la libertad humana, en la salvación del alma. Este problema es el que más controversias ha suscitado, pues entronca con la cuestión de la predestinación, y la postura de San Agustín contiene en este punto algunos equívocos.

Los grandes temas agustinianos –conocimiento y amor, memoria y presencia, sabiduría– dominaron toda la teología cristiana hasta la escolástica tomista. Lutero recuperó, transformándola, su visión pesimista del hombre pecador, y los jansenistas, por su parte, se inspiraron muy a menudo en el Augustinus, libro en cuyas páginas se resumían las principales tesis del filósofo de Hipona.

PLATON.




Filósofo griego (Atenas, 427 - 347 a. C.). Nacido en el seno de una familia aristocrática, abandonó su vocación política por la Filosofía, atraído por Sócrates. Siguió a éste durante veinte años y se enfrentó abiertamente a los sofistas (Protágoras, Gorgias…). Tras la muerte de Sócrates (399 a. C.), se apartó completamente de la política; no obstante, los temas políticos ocuparon siempre un lugar central en su pensamiento, y llegó a concebir un modelo ideal de Estado. Viajó por Oriente y el sur de Italia, donde entró en contacto con los discípulos de Pitágoras; luego pasó algún tiempo prisionero de unos piratas, hasta que fue rescatado y pudo regresar a Atenas.

Allí fundó una escuela de Filosofía en el 387, situada en las afueras de la ciudad, junto al jardín dedicado al héroe Academo, de donde procede el nombre de Academia. La Escuela, una especie de secta de sabios organizada con sus reglamentos, residencia de estudiantes, biblioteca, aulas y seminarios especializados, fue el precedente y modelo de las modernas instituciones universitarias.

En ella se estudiaba y se investigaba sobre todo tipo de asuntos, dado que la Filosofía englobaba la totalidad del saber, hasta que paulatinamente fueron apareciendo, en la propia Academia, las disciplinas especializadas que darían lugar a ramas diferenciadas del saber, como la Lógica, la Ética o la Física. Pervivió más de novecientos años, hasta que Justiniano la mandó cerrar en el 529 d. C., y en ella se educaron personajes de importancia tan fundamental como Aristóteles.

A diferencia de Sócrates, que no dejó obra escrita, los trabajos de Platón se han conservado casi completos y se le considera por ello el fundador de la Filosofía académica (a pesar de que su obra es fundamentalmente un desarrollo del pensamiento socrático). La mayor parte están escritos en forma de Diálogos, como los de La República, Las Leyes, El Banquete, Fedro o Fedón.

El contenido de estos escritos es una especulación metafísica, pero con evidente orientación práctica. El mundo del verdadero ser es el de las ideas, mientras que el mundo de las apariencias que nos rodean está sometido a continuo cambio y degeneración. Igualmente, el hombre es un compuesto de dos realidades distintas unidas accidentalmente: el cuerpo mortal (relacionado con el mundo sensible) y el alma inmortal (perteneciente al mundo de las ideas, que contempló antes de unirse al cuerpo). Este hombre dual sólo podría conseguir la felicidad mediante un ejercicio continuado de la virtud para perfeccionar el alma; y la virtud significaba, ante todo, la justicia, compendio armónico de las tres virtudes particulares, que correspondían a los tres componentes del alma: sabiduría de la razón, fortaleza del ánimo y templanza de los apetitos. El hombre auténtico será, para Platón, aquel que consiga vincularse a las ideas a través del conocimiento, acto intelectual -y no de los sentidos- consistente en que el alma recuerde el mundo de las ideas del cual procede.

Sin embargo, la completa realización de este ideal humano sólo puede realizarse en la vida social de la comunidad política, donde el Estado da armonía y consistencia a las virtudes individuales. El Estado ideal de Platón sería una República formada por tres clases de ciudadanos, el pueblo, los guerreros y los filósofos, cada una con su misión específica y sus virtudes características: los filósofos serían los llamados a gobernar la comunidad, por poseer la virtud de la sabiduría; mientras que los guerreros velarían por el orden y la defensa, apoyándose en su virtud de la fortaleza; y el pueblo trabajaría en actividades productivas, cultivando la templanza.

Las dos clases superiores vivirían en un régimen comunitario donde todo (bienes, hijos y mujeres) pertenecería al Estado, dejando para el pueblo llano instituciones como la familia y la propiedad privada; y sería el Estado el que se encargaría de la educación y de la selección de los individuos en función de su capacidad y sus virtudes, para destinarlos a cada clase. La justicia se lograría colectivamente cuando cada individuo se integrase plenamente en su papel, subordinando sus intereses a los del Estado.

Platón intentó plasmar en la práctica sus ideas filosóficas, aceptando acompañar a su discípulo Dión como preceptor y asesor del joven rey Dionisio II de Siracusa; el choque entre el pensamiento idealista del filósofo y la cruda realidad de la política hizo fracasar el experimento por dos veces (367 y 361 a. C.).

Sin embargo, las ideas de Platón siguieron influyendo, por sí o a través de su discípulo Aristóteles, sobre toda la historia posterior del mundo occidental: su concepción dualista del ser humano o la división de la sociedad en tres órdenes funcionales serían ideas recurrentes del pensamiento europeo durante siglos. Al final de la Antigüedad, el platonismo se enriqueció con la obra de Plotino y la escuela neoplatónica.

FILOSOFOS MAYORES: SOCRATES.


El interés de la reflexión filosófica se centraba en torno al ser humano y la sociedad, abandonando el predominio del interés por el estudio de la naturaleza.

Sócrates no escribió nada y, a pesar de haber tenido numerosos seguidores, nunca creó una escuela filosófica. Las llamadas escuelas socráticas fueron iniciativa de sus seguidores.

El rechazo del relativismo de los sofistas llevó a Sócrates a la búsqueda de la definición universal, que pretendía alcanzar mediante un método inductivo; probablemente la búsqueda de dicha definición universal no tenía una intención puramente teórica, sino más bien práctica. Tenemos aquí los elementos fundamentales del pensamiento socrático..

Los sofistas habían afirmado el relativismo gnoseológico y moral. Sócrates criticará ese relativismo, convencido de que los ejemplos concretos encierran un elemento común respecto al cual esos ejemplos tienen un significado. Si decimos de un acto que es “bueno” será porque tenemos alguna noción de “lo que es” bueno; si no tuviéramos esa noción, ni siquiera podríamos decir que es bueno para nosotros pues, ¿cómo lo sabríamos? Lo mismo ocurre en el caso de la virtud, de la justicia o de cualquier otro concepto moral. Para el relativismo estos conceptos no son susceptibles de una definición universal: son el resultado de una convención, lo que hace que lo justo en una ciudad pueda no serlo en otra. Sócrates, por el contrario, está convencido de que lo justo ha de ser lo mismo en todas las ciudades, y que su definición ha de valer universalmente. La búsqueda de la definición universal se presenta, pues, como la solución del problema moral y la superación del relativismo.

¿Cómo proceder a esa búsqueda? Sócrates desarrolla un método práctico basado en el diálogo, en la conversación, la “dialéctica”, en el que a través del razonamiento inductivo se podría esperar alcanzar la definición universal de los términos objeto de investigación. Dicho método constaba de dos fases: la ironía y la mayéutica. En la primera fase el objetivo fundamental es, a través del análisis práctico de definiciones concretas, reconocer nuestra ignorancia, nuestro desconocimiento de la definición que estamos buscando. Sólo reconocida nuestra ignorancia estamos en condiciones de buscar la verdad. La segunda fase consistiría propiamente en la búsqueda de esa verdad, de esa definición universal, ese modelo de referencia para todos nuestros juicios morales. La dialéctica socrática irá progresando desde definiciones más incompletas o menos adecuadas a definiciones más completas o más adecuadas, hasta alcanzar la definición universal. Lo cierto es que en los diálogos socráticos de Platón no se llega nunca a alcanzar esa definición universal, por lo que es posible que la dialéctica socrática hubiera podido ser vista por algunos como algo irritante, desconcertante o incluso humillante para aquellos cuya ignorancia quedaba de manifiesto, sin llegar realmente a alcanzar esa presunta definición universal que se buscaba.

Esa verdad que se buscaba ¿Era de carácter teórico, pura especulación o era de carácter práctico? Todo parece indicar que la intencionalidad de Sócrates era práctica: descubrir aquel conocimiento que sirviera para vivir, es decir, determinar los verdaderos valores a realizar. En este sentido es llamada la ética socrática “intelectualista”: el conocimiento se busca estrictamente como un medio para la acción. De modo que si conociéramos lo "Bueno", no podríamos dejar de actuar conforme a él; la falta de virtud en nuestras acciones será identificada pues con la ignorancia, y la virtud con el saber.

En el año 399 Sócrates, que se había negado a colaborar con el régimen de los Treinta Tiranos, se vio envuelto en un juicio en plena reinstauración de la democracia bajo la doble acusación de “no honrar a los dioses que honra la ciudad” y “corromper a la juventud”. Al parecer dicha acusación, formulada por Melitos, fue instigada por Anitos, uno de los dirigentes de la democracia restaurada. Condenado a muerte por una mayoría de 60 o 65 votos, se negó a marcharse voluntariamente al destierro o a aceptar la evasión que le preparaban sus amigos, afirmando que tal proceder sería contrario a las leyes de la ciudad, y a sus principios. El día fijado bebió la cicuta.

Sócrates ejercerá una influencia directa en el pensamiento de Platón, pero también en otros filósofos que, en mayor o menor medida, habían sido discípulos suyos, y que continuarán su pensamiento en direcciones distintas, y aún contrapuestas. 

PITAGORAS.



La vida de Pitágoras se encuentra envuelta en leyendas. Nació en Jonia, en la isla de Samos, hacia el 572 a.C. y, al parecer, conoció a Anaximandro de Mileto. Se le atribuyen viajes a Egipto y Babilonia. La tiranía de Polícrates le hizo abandonar Samos, trasladándose a Italia y estableciéndose en Crotona. Allí creó una secta filosófico-religiosa, inspirada en el orfismo, cuyos miembros vivían en comunidad de bienes, participando de un conjunto de creencias y saberes que permanecían en secreto para los no iniciados.

La influencia ejercida por dicha secta en Crotona fue considerable, al parecer, llegando a suscitar la enemistad del pueblo que se rebeló contra el dominio ejercido por la secta pitagórica y, en el transcurso de esa revuelta popular, puso fuego a sus propiedades y los expulsó de la ciudad. Se dice que Pitágoras se refugió en Metaponto, donde murió poco después, hacia el 496 antes de Cristo.

Son pocas las referencias a su obra entre los antiguos, incluidas las de Platón y Aristóteles, pero abundantes a partir de ellos (lo que genera muchas dudas sobre su autenticidad) y en las que se mezcla, además, la leyenda y la realidad, o lo que podría ser tomado como una referencia real a Pitágoras o a los pitagóricos (hoy sabemos, por ejemplo, que la atribución a Pitágoras del descubrimiento del teorema que lleva su nombre no es defendible). Es difícil fijar también qué doctrinas pertenecen a Pitágoras y cuáles pudieron ser desarrolladas por sus discípulos posteriores: Alcmeón o Filolao, por ejemplo.

La filosofía de Pitágoras se desarrolla en una doble vertiente: una místico-religiosa y otra matemático-científica.

Por lo que respecta a la primera, el eje central está representado por la teoría de la trasmigración de las almas y la consecuente afirmación del parentesco entre todos los seres vivos. Según ella, las almas son entidades inmortales que se ven obligadas a permanecer en cuerpos reencarnándose sucesivamente pasando de unos a otros durante un periodo de tiempo indeterminado, hasta superar el proceso de reencarnaciones gracias a la purificación (catarsis), que culmina en el regreso del alma a su lugar de origen. Para ello, era necesario observar numerosas reglas de purificación, por ejemplo, la abstinencia de la carne, así como diversas normas rituales y morales. Esta teoría será adaptada posteriormente por Platón, constituyendo un elemento importante de su filosofía.

Respecto a la vertiente matemático-científica, Pitágoras afirmaba que los números eran el principio, (arjé) de todas las cosas.

b.1 No sabemos si se concebían los números como entidades físicas o si, por el contrario, se afirmaba que el principio de la realidad era algo de carácter formal, es decir, no material (una relación, una estructura...). Aristóteles pensaba que la doctrina pitagórica del número se basaba en descubrimientos empíricos; por ejemplo, el hecho de que los intervalos musicales puedan expresarse numéricamente. (De hecho los pitagóricos concedieron una gran importancia al estudio de la música, vista su relación con las matemáticas. Esta relación la pudieron ir ampliando al resto de objetos que constituyen la realidad, descubriendo en el número la razón de todo lo real, lo que llevaría a convertirlo en el "arjé" de los  milesios.) Parece, además, que los pitagóricos concibieron los números espacialmente, identificando el punto geométrico con la unidad aritmética. Las unidades tendrían, pues, extensión espacial y podrían ser consideradas, como dice Aristóteles, como el elemento material de las cosas.

Es dudoso que los pitagóricos hayan podido interpretar el número como una realidad de carácter formal o como una estructura de la realidad, es decir, como algo no material, dado que la aparición clara de la concepción de una realidad no material difícilmente puede anticiparse a la reflexión platónica sobre el tema. No obstante, pese a las explicaciones de Aristóteles, tampoco queda muy claro cómo podría interpretarse el número como una entidad material. También en su vertiente matemática influirán en Platón los pitagóricos.

Tales de Mileto (Escuelas presocraticas)



Fue el primer filósofo griego que intentó dar una explicación física del Universo, que para él era un espacio racional pese a su aparente desorden. Sin embargo, no buscó un Creador en dicha racionalidad, pues para él todo nacía del agua, la cual era el elemento básico del que estaban hechas todas las cosas, pues se constituye en vapor, que es aire, nubes y éter; del agua se forman los cuerpos sólidos al condensarse, y la Tierra flota en ella. Tales se planteó la siguiente cuestión: si una sustancia puede transformarse en otra, como un trozo de mineral azulado lo hace en cobre rojo, ¿cuál es la naturaleza de la sustancia, piedra, cobre, ambas? ¿Cualquier sustancia puede transformarse en otra de forma que finalmente todas las sustancias sean aspectos diversos de una misma materia? Tales consideraba que esta última cuestión sería afirmativa, puesto que de ser así podría introducirse en el Universo un orden básico; quedaba determinar cuál era entonces esa materia o elemento básico.

Finalmente pensó que era el agua, pues es la que se encuentra en mayor cantidad, rodea la Tierra, impregna la atmósfera en forma de vapor, corre a través de los continentes y la vida no es posible sin ella. La Tierra, para él, era un disco plano cubierto por la semiesfera celeste flotando en un océano infinito. Esta tesis sobre la existencia de un elemento del cual estaban formadas todas las sustancias cobró gran aceptación entre filósofos posteriores, a pesar de que no todos ellos aceptaron que el agua fuera tal elemento. Lo importante de su tesis es la consideración de que todo ser proviene de un principio originario, sea el agua, sea cualquier otro. El hecho de buscarlo de una forma científica es lo que le hace ser considerado como el "padre de la filosofía".

Ninguno de sus escritos ha llegado hasta nuestros días; a pesar de ello, son muy numerosas las aportaciones que a lo largo de la historia, desde Herodoto, Jenófanes o Aristóteles, se le han atribuido.

Aristóteles consideró a Tales como el primero en sugerir un único sustrato formativo de la materia; además, en su intención de explicar la naturaleza por medio de la simplificación de los fenómenos observables y la búsqueda de causas en el mismo entorno natural, Tales fue uno de los primeros en trascender el tradicional enfoque mitológico que había caracterizado la filosofía griega de siglos anteriores.